Cape Breton 2. Cabot Trail National Park

Antes de salir Carman nos dio bastantes indicaciones. Nos dio un mapa y nos aconsejó que hacer si sólo teníamos un día para ir. Hora y media de ida, hora y media de regreso. El parque es muy grande, tómensela leve, hagan uno de estos paseos. Nos dimos cuenta que no quiso escribir sobre el mapa que nos daba. No se los regalo porque es el último que me queda, debería ir por más pronto.

Así pues, nos subimos al caballo los cuatro. Durante la hora y media que duraba el camino de ida conocimos un poco más de nuestros dos acompañantes. Floor terminó de estudiar finanzas y decidió viajar algunos meses por todo Canadá, esta era la recta final de su viaje antes de regresar a cubrir una plaza que ya le habían ofrecido. Bertrand, nuestro otro acompañante, era trabajador social en Montreal y con una gran afición por las bicicletas. En ese momento llevaba tres semanas viajando en bicicleta, con la intención de recorrer todo el país en dos ruedas propulsadas por músculo y sudor. En total haría tres meses recorriendo el país. "Nosotros te vimos en el hostal de Charlottetown", dijo Lola, "solo que tu te saliste el mismo día en que nosotros ibamos llegando". Mencionando algunos nombres de gente que conocimos en el camino descubrimos que muchos eran conocidos mutuos tanto con Floor como con Bertrand.

Despues de hacer las reseñas de nuestros viajes, comenzamos a planear los recorridos del día. Tres paradas, dos caminatas y una para comer. El parque nacional de Cabot Trail está formado por la punta de la Isla de Cape Breton, en Nova Scotia. Los locales dicen que esa isla se desprendió de lo que ahora es Irlanda hace millones de años, por lo que la tierra y la geografía es diferente al resto de la provincia. Efectivamente, el escenario corresponde a la imagen que uno tiene de Irlanda y Escocia, sobre todo por sus tierras altas, o Highlands. Incontables montañas de bosque boreal se extienen a lo ancho de toda la isla hasta caer estrepitosamente al Oceano Atlántico. El paisaje verde, azul y gris, por las nubes que no nos abandonaron en casi todo el viaje. En el centro de visitantes nos paramos para comprar nuestro pase y hacer un saqueo de mapas turísticos, para llevar al hostal. Más allá del mapa, había todo un catálogo de folletos sobre seguridad para acampar y de qué hacer en caso de encontrarse con coyotes, osos y alces.

Primera parada y a 200 metros del punto de inicio nos encontramos con una alce (osea, era niña), que comía rumiaba sus hojas detrás de unos árboles. El parque es demasiado grande y ese camino tendría alrededor de 30 personas en los 4 kilómetros de extensión, así que pudimos ver al animalito comer y tomar muchas fotos como nerviosos turistas que vienen de una ciudad y se encuetran con esa masa enorme del rumiente. Para nuestra suerte, pasó un perro, el animal se espantó e hizo todos los movimientos para indicar que se le iba a echar encima al perro, lo que dejó al alce a la orilla del camino y a la vista de todos nosotros. El sendero nos tomó varias horas en completarse por el frío, el paso tan relajado que llevabamos y un par de paradas técnicas para ir al baño.

El parque nacional es un espectáculo por las vistas que tiene de los barrancos dan al mar, la altura desde la que se ven, la posibilidad de ver ballenas desde tierra firme, la cantidad de miradores que tiene, los animales y lo sorpresivo que puede ser el terreno. Para nuestra mala suerte, seguía lloviendo y nuestra visión era limitada y en otras ocasiones ni siquiera se podía manejar agusto ya que las nubes estaban muy bajas y se convertían en una neblina sumamente densa. Pero al mal tiempo, darle buena cara. El mal tiempo le daba un dramatismo que no sale en las postales, el mar no se pierde en el horizonte sino que se lo comen las nubes y el bosque con la bruma tenía toques mágicos.

Así pues terminamos comiendo junto a un riachuelo de aguas cristalinas entre los dos senderos que ibamos a caminar ese día. Nos tomamos el tiempo en detenernos en cada ocasión posible y seguíamos platicando tanto como podíamos.

El segundo sendero era una lengua de tierra a varias decenas de metros sobre el mar en el otro extremo del parque. Ahí el mar era más violento, el viento soplaba con más fuerza y se podía voltear hacia atrás y admirar el paisaje de tierra firme dibujarse y perderse entre las nubes. El parque en sí es un desfiladero que se extiende a los largo de cientos kilómetros de costa, por lo que no existe protección alguna para que la gente no caiga más allá de un par de letreros que dicen: "Peligro, no pasar. Barranco peligroso", a los cuales la gente no parecía prestarle mucho caso, como Bertrand.

"Está leyendo el letrero y parece que no le importa." Me dijo Floor como si estuviera hablando de un niño travieso. "A mi no me digan, yo le tengo más que miedo a las alturas, me paraliza estar en la orilla de esos lugares", le contesté.

Bertrand no dejaba de mirar hacia abajo y parecía hipnotizado. Después de un cierto tiempo se nos ocurrió preguntarle, ¿Qué tal la vista? "Es muy hermoso, deberían venir". Así, irresponsablemente nos acercamos a la orilla del barranco a mirar hacia abajo (cosa que, repito, es muy mal negocio para mi). La vista era muy sencilla. El barranco formaba una concavidad rocosa en la que las olas se estrellaban una y otra vez. Se notaba que la zona era profunda, ya que las olas no rompían antes de la costa sino que se abalanzaban suicidamente contra la pared. En algún momento una parte de la pared de roca había cedido, tal vez hace unos cientos de miles de años, porque se veían los rastros de esa pared, reducida a un monton de rocas que se iban hundiendo paulatinamente en el mar, mientras el agua espumeaba al brincar sobre ellas. El sonido era tan fuerte que se confundía con los truenos de la tormenta que eventualmente nos iba a alcanzar. Mis ojos no podían dejar de mirar el vaivén de las olas y mis oídos solo escuchaban el ruido que éste producía. Por un buen momento me perdí y no pensé en nada más, solo veía ese mar mecerse, la espuma formarse y el agua chisporrotear bajo nosotros. Cuando volví a la realidad miré a ver a mis compañeros, Lola, Floor y Bertrand estaban en el mismo trance que yo, sin decir palabra nos quedamos mucho tiempo o poco, eso en ese momento no importaba. Solo disfrutamos profundamente el momento, cerramos los ojos, no nos miramos, ni nos hablamos; pero formabamos parte del mismo momento y de esa maravillosa vista.

Ese día, por unas cuantas horas, perdí ese miedo infundado a las alturas sin pensarlo dos veces. Me sentí ligero y sin preocupaciones. Nada mejor que compartirlo con Lola y mis dos nuevos camaradas.



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